Por huggo romerom™

‘El que no conozcas o no puedas ver o entender un concepto, no quiere decir que no exista’ ©
Rentabilidad de la ‘buena fe’©
Quiero ser el primer tonto…
El problema de la buena fe es que es un excelente negocio… pero a largo plazo. Y en un mundo de gratificación instantánea, eso se traduce en que el 99% de las personas nos consideren ingenuos, ilusos o, en términos menos elegantes, unos reverendos tontos. Porque claro, si no puedes ver, tocar o cobrar de inmediato una idea, entonces es una fantasía. Y los que persiguen fantasías son unos perdedores. ¿O no?
Pues bien, aquí estoy, como la canción: quiero ser el primer tonto. Porque ser el primero en creer en algo que nadie ve es, históricamente, la mejor inversión. No lo digo yo, lo dicen los hechos.
Pero antes de continuar, aclaremos algo: la buena fe no es ser un idiota sin remedio. No es dejar que te roben con una sonrisa. No es hacer caridad con el bolsillo ajeno ni jugar a ser el mártir. Es, simple y sencillamente, entender que los principios y la ética tienen un ROI más alto que cualquier trampa de corto plazo. Es saber que ser recto en los negocios, en la vida y en el derecho no solo es moralmente correcto, sino que es financieramente insuperable.
A lo largo de la historia, los grandes inventos, los imperios comerciales y las revoluciones industriales nacieron de personas que primero fueron señaladas como soñadores, ingenuos y, sí, tontos. Imagina a aquel iluminado que, en la Edad Media, intentó convencer a un grupo de comerciantes de que el crédito y la letra de cambio harían más próspero su negocio. “¡Pero si no es dinero real!” habrán dicho. Ingenuo él, que no entendía que el dinero de verdad era el oro en la bolsa. Y sin embargo, hoy nadie duda del poder del crédito y las finanzas estructuradas.
Si analizamos la evolución del derecho mercantil, veremos un patrón similar. En su momento, la incorporación de principios como la buena fe en los contratos parecía un acto de optimismo sin sentido. “¿Para qué confiar en la palabra del otro si podemos exigir garantías draconianas?” Sin embargo, el comercio se expandió porque las personas descubrieron que una transacción basada en la confianza y la ética generaba más prosperidad que una basada en la desconfianza y la coacción.
Pero claro, ser tonto es agotador. Escuchar, día tras día, a la legión de expertos en fracasos ajenos explicarte por qué tu idea es imposible, absurda e inviable es, como mínimo, un ejercicio de paciencia. Afortunadamente, estas personas hacen un servicio invaluable: al enunciar todas sus objeciones, nos regalan la lista de obstáculos que debemos superar. Benditos sean. Son nuestros asesores involuntarios, nuestros inversionistas de tiempo, nuestros sparrings intelectuales. Sin ellos, no tendríamos el gusto de demostrarles lo equivocados que estaban.
Porque, y aquí está la parte deliciosa, cuando la idea se materializa, cuando el negocio florece y cuando el “tonto” termina en la cima, el 99% de los escépticos hacen lo que mejor saben hacer: olvidar. Borran de su memoria aquel día en que desestimaron el concepto y, con una sonrisa hipócrita, dicen: “Siempre supe que ibas a lograrlo”.
Por eso, si ser tonto significa ser de los que crean, de los que confían en la ética y la buena fe, de los que insisten en desafiar lo “imposible”, entonces que así sea. Porque al final del día, el mundo está construido por aquellos que alguna vez fueron llamados ilusos. Y si eso no es rentable, entonces que alguien me explique por qué los negocios más exitosos de la historia nacieron de un soñador al que le dijeron que no lo lograría.
Así que sí, quiero ser el primer tonto. Porque al final, los que nos llaman así terminan trabajando para nosotros.
Jaque Mate
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