Por huggo romerom™
Murió Mario Vargas Llosa, sí, el mismo que escribía novelas con la misma cadencia con la que bailaba entre salones europeos, premios literarios y rupturas sentimentales. Se fue el escritor, pero quedó el mito. Y no es el mito del literato puro y duro, sino el del pensador incómodo, el seductor impenitente, el rock star del pensamiento liberal que en un mundo saturado de tibieza intelectual se atrevió a llamar al monstruo por su nombre: Dictadura Perfecta.
No, no lo dijo un analista político cualquiera, ni un tuitero incendiario de sobremesa. Lo dijo un Premio Nobel, con el verbo afilado y la mirada clara. “La dictadura perfecta no es el comunismo, no es la Unión Soviética, no es Fidel Castro, es el PRI.” ¡Boom! México entero se desmayó con clutch de perlas en mano. Los defensores del régimen se revolcaron en sus clichés patrioteros, y los intelectuales de petate se quedaron mudos. Porque lo dijo él, y cuando Vargas Llosa hablaba, hasta los muros escuchaban.
Y sí, muchos lo odiaron por eso. Lo llamaron exagerado, desinformado, provocador. Pero los años pasaron y el tiempo, ese juez insobornable, le dio la razón. Doce años de dos títeres con banda presidencial y una cereza final llamada Peña Nieto, ese Adonis mal calibrado que convirtió Los Pinos en pasarela y la política en telenovela, confirmaron que el PRI no gobernaba: poseía el país como quien administra una herencia familiar con látigo en una mano y tequila en la otra.
Vargas Llosa no era solo un escritor. Era un dandy ilustrado, un Casanova de la palabra, un socialité sin culpa que vestía trajes de diseñador mientras escribía con sangre y verdad. Su romance con Isabel Preysler lo convirtió en carne de paparazzi, y su figura caminando por la alfombra roja de la Feria del Libro de Guadalajara era un performance en sí mismo. Era glamur y genio, pasión y pluma. Y claro, muchos no se lo perdonaron.
El Perú lo vio nacer, España lo adoptó, Europa lo celebró y América Latina lo dividió. Porque Mario tenía ese raro talento: hacer pensar incluso al que prefiere no hacerlo. Su liberalismo fue ofensivo para las izquierdas ultras, su fineza irritaba a las derechas rancias, y su atractivo natural simplemente les dolía a todos. Un hombre así no encajaba, brillaba. Y eso molesta.
Negar la vigencia de su frase es como intentar tumbar un rascacielos con un cortaúñas, como bien diría algún pensador sin Nobel, pero con calle. Vargas Llosa no solo entendió a América Latina, la sufrió, la desenmascaró, la retrató y le puso palabras donde otros solo ponían consignas. Su legado no es solo literario: es ético, político, estético.
Hoy, cuando muchos aún se rasgan las vestiduras por su sentencia lapidaria al PRI, otros la imprimen en mármol. Porque sí, murió Mario Vargas Llosa, pero está más vivo que nunca. Vive en cada lector que se atrevió a pensar, en cada frase que incomoda, en cada verdad dicha sin miedo.
Y sobre todo, vive como viven las leyendas: sin pedir permiso, sin disculparse, y dejando una estela que ni los peores gobiernos, ni los peores críticos, ni el olvido pueden borrar.
Esta vez me despido con esa frase tan irrefutable como la misma muerte de Mario Vargas Llosa; ‘La Dictadura Perfecta fue el PRI’ le DUELA A QUIEN LE DUELA.
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