Por huggo romerom™
La ira es un bicho raro. Se instala sigilosamente, alimentada por la repetición incesante de agravios, y crece, se hincha, hasta que un día explota en su máxima expresión: la absoluta irracionalidad. No importa cuán civilizados nos creamos, cuánto autocontrol presuma nuestro historial de vida; cuando la provocación es constante, incisiva y beligerante, la naturaleza humana se impone. Y no, no hablo de la nobleza, la paciencia o la resiliencia. Hablo del instinto de supervivencia, ese que grita “huye o ataca”. Y cuando la opción del ataque no es viable porque implica perderlo todo, la mejor decisión es cortar de raíz.
Hablemos de legalidad. El derecho de familia, con su enjambre de normas y principios, reconoce que una relación en la que ya no hay lazos sentimentales, fraternales ni mucho menos maritales, no tiene razón de existir. Y aquí entra en escena el divorcio incausado, mejor conocido como “divorcio express”, una herramienta diseñada para cuando ya no queda nada por salvar, ni siquiera las apariencias.
Durante 34 años, la relación se sostuvo con un solo pegamento: los hijos. Y ojo, que eso de “por los hijos” es el pretexto favorito de quienes temen soltar, de quienes prefieren la costumbre a la libertad. Pero los hijos crecen, se van, y entonces la verdad se revela con brutal claridad: lo que quedaba era una sociedad mercantil encubierta en un acta de matrimonio. Sin amor, sin proyecto en común, sin siquiera una complicidad que justifique compartir un desayuno. Solo un contrato de sociedad limitada donde los únicos activos eran los niños. Pero ya sin ellos en la ecuación, lo que queda es una empresa quebrada sin posibilidades de rescate.
Si la convivencia se ha convertido en una arena de guerra de baja intensidad, donde las miradas queman y las palabras son dagas, esperar un “milagro” es simplemente aplazar lo inevitable. El divorcio express es la solución elegante para evitar el teatro del absurdo, ese en el que dos personas que ya no se soportan fingen que la convivencia es viable.
Los tribunales lo saben. Por eso, la legislación permite que uno solo de los cónyuges pueda solicitar el divorcio sin tener que ofrecer razones ni excusas. Porque no hace falta una explicación cuando la vida misma grita la respuesta.
Así que, si la ira ha invadido el espacio que antes ocupaba la indiferencia, si cada interacción se convierte en una batalla campal donde la racionalidad se esfuma, es hora de dejar las armas y firmar los papeles. Porque el divorcio no es el fracaso; el fracaso es vivir atado a una relación que no tiene ni un solo argumento válido para seguir existiendo.
Sí esto se lee como algo personalísimo del autor, es porque así es.
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