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¿Hospital o prisión? Una reflexión sobre el sistema de salud pública en México

La experiencia de estar internado en un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) me llevó a una comparación inesperada pero reveladora: ¿en qué se asemeja estar en un hospital público a estar en una prisión estadounidense? Aunque a primera vista pueden parecer contextos completamente distintos, las similitudes en cuanto a las condiciones básicas y el trato recibido invitan a reflexionar.

En una prisión estadounidense, los internos están ahí para pagar una deuda con la sociedad. Por más graves que sean los delitos cometidos, el sistema penitenciario garantiza ciertos derechos básicos: un lugar para dormir, cobijo, acceso constante a agua y luz, tres comidas calientes al día, atención médica básica, actividades laborales y entretenimiento, como televisión. Aunque el entorno sea restrictivo, existe una estructura que busca cubrir lo esencial.

Por el contrario, en un hospital del IMSS, las condiciones dejan mucho que desear. El sistema, secuestrado por décadas de sindicalismo y burocracia, convierte lo que debería ser un espacio de atención y cuidado en una experiencia agotadora y, en muchos casos, humillante. Desde las interminables horas de espera para ser atendido hasta la insuficiencia de recursos, las fallas se vuelven evidentes:

Acceso limitado y trato deshumanizante: En emergencias, las personas pasan horas esperando atención, a menudo sin comer y sin importar su condición de salud o edad. Una vez internados, los pacientes son tratados como un número más, con mínima información y un trato que, en muchos casos, raya en la indiferencia.

Condiciones precarias: Las camas hospitalarias, cuando se logran conseguir, ofrecen apenas una sábana. La comida es insuficiente y carente de sabor, lo que afecta a pacientes en recuperación.

Desmotivación del personal: Muchos médicos y enfermeras parecen trabajar más por obligación que por vocación, lo que resulta en una atención mecánica y poco empática.

La comparación con una prisión no busca exagerar, sino destacar una ironía. En una prisión, a pesar de las restricciones, los derechos básicos se respetan de manera más evidente. En cambio, en un hospital público, donde los pacientes buscan alivio y esperanza, las condiciones a menudo los hacen sentir abandonados y despojados de dignidad.

El problema de fondo no es solo la falta de recursos, sino un sistema que ha normalizado la negligencia. Los pacientes no deberían sentirse agradecidos por recibir lo mínimo indispensable; deberían recibir la atención digna que les corresponde como derecho humano.

Esta reflexión no busca culpar a quienes trabajan en el sistema de salud, sino cuestionar un modelo que necesita urgentemente ser transformado. La salud no debe ser una cuestión de suerte ni de resistencia, sino de humanidad.

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