Por huggo romerom™
Dicen que el primer amor nunca se olvida. Y aunque muchos se empeñen en ubicarlo en la secundaria, en los besos torpes o en los papelitos pasados de pupitre en pupitre, los que sabemos —los que hemos vivido— conocemos la verdad: el primer amor es ella. La maestra.
Sí, esa mujer que no era tu mamá, ni tu tía, ni tu vecina regañona. Era la primera figura del sexo opuesto que te trataba con dulzura, con autoridad, con paciencia… y con un peinado perfecto. En mi caso, no fue una maestra cualquiera. Fue La Maestra. Y cuando digo “la” no es artículo, es título nobiliario. Reina de las vocales, emperatriz del ábaco, soberana absoluta de la fila india. Ella era todo. Y sigue siendo todo en mi memoria.
Su nombre era Julia López Patlán. Año 1968, Monterrey, Nuevo León. Escuela Benito Juárez, en la legendaria Colonia Buenos Aires. Tenía el don de convertir los lunes en días felices. Su voz era un canto. Su presencia, un sueño. A los seis años no sabía yo de mujeres, pero sí sabía que algo me pasaba en la panza cuando ella me sonreía.
Si tuviera que describirla hoy, la mezclaría entre Rosalba Brambila, Yolanda Lievana, Merle Uribe, Lucía Méndez, Verónica Castro y Leticia Perdigón. Imposible no enamorarse. Tenía esa clase de belleza que te desarma, pero también esa sabiduría que hace que te portes bien sin saber por qué. Ella no enseñaba, encantaba.
Era la novia de todos, aunque jamás lo supo. Nunca lo dijimos, nunca lo gritamos, pero cada corazón de niño latía por ella. Y cada trazo tembloroso de una “M” en el cuaderno llevaba en secreto la inicial de su nombre.
Después vinieron otras maestras.
La maestra Esther, en tercero. Tan guapa y seria que decías que sí a todo, aunque fueran mil planas de “No debo ver a la maestra todo el tiempo”. Y cómo no verla. Si tenía la presencia de una reina que sabía que reinaba sin necesidad de levantar la voz.
Y luego, en sexto… llegó la Maestra Eva. Ah, la temible, la implacable. Ella no enseñaba con ternura, enseñaba con regla en mano, tijera lista y mirada de rayos X. Me rapó, me abofeteó, me castigó, y aun así me puso el mejor promedio del salón. ¿Justicia divina? (aclaro el mejor promedio de los alumnos, las compañeras eran demasiado inteligentes nunca las alcance en promedio) No, justicia inmediata, expedita y con corte incluido. Quizá con ella aprendí el verdadero significado de la ley: severa, sí, pero justa.
Hoy, primero de mayo, cuando todos descansan del trabajo, yo escribo —como cada año— una pequeña oración, un tributo secreto, un poema sin métrica ni rima para mi primer amor: la Maestra Julia López Patlán. Porque a pesar de los años, de las canas, del título de abogado en proceso, ella sigue ahí, intacta en mi memoria, con su vestido a gogo, su sonrisa infinita y esa voz que me enseñó que el mundo tenía sentido si alguien te lo explicaba con amor.
En esta nueva vida que me regalo en las aulas de Derecho, rodeado de nuevas maestras, he tenido la fortuna de toparme con dos licenciadas que bien podrían ocupar ese lugar sagrado que dejó mi maestra de primero. Pero el amor primero no se sustituye, se reconoce en otros. Se honra. Se agradece.
Porque el primer amor no se vive con el cuerpo, sino con el alma.
Y el alma —cuando se enamora por primera vez— nunca olvida.
Feliz dia de La Maestra (especialmente y con mención honorifica a mi Maestra Julia López Patlán) y El Maestro.
Jaque Mate.
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