Por huggo romerom™

Hay despedidas que no nacen de la voluntad, sino de un mandato sagrado que nadie, ni siquiera Dios, se atreve a contrariar: el libre albedrío. Esa chispa incorruptible que nos hace dueños de nuestra ruta, aunque duela, aunque quiebre vínculos que parecían eternos.
El libre albedrío es la prueba más pura de respeto divino: no imponer, no sujetar, no amarrar. Cada quien camina con su brújula, aunque apunte hacia un norte distinto al tuyo. Y ahí está el dilema: cuando las almas que un día compartieron mesa, risa y sueños toman sendas paralelas que jamás volverán a cruzarse.
El adiós no es traición, es respeto. No es indiferencia, es aceptación de que la esencia humana no se negocia. Nadie puede torcer la dirección del otro, nadie puede seducirlo a golpes de discurso o caricias de costumbre. Si su pensamiento vuela a otra frecuencia, si su acción vibra en otra cadencia, si su gusto se colorea distinto al tuyo, la única palabra digna es: adiós.
Y ese adiós, aunque urbano y desgarrador, tiene su elegancia. Porque no es renuncia, es amor por la libertad del otro. Porque el libre albedrío no se combate, se honra. Ni Dios mete mano en él, ¿quién eres tú para intentarlo?
Así se cierran historias: con respeto y silencio, no con cadenas. Y aunque duela dejar ir, recuerda que el adiós es también un acto de fe. Fe en que cada quien encontrará su verdad, su esquina de mundo, su propia música. Y mientras tanto, tú sigues, ligero, sin ataduras, sabiendo que el único pecado sería querer atar lo que nació para ser libre.
Por libre albedrío…

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