El limbo, ese lugar extraño donde todo parece estar bien, pero nada realmente lo está. Yo lo conocí de cerca, me quedé a vivir ahí cinco años, rentando un cuarto en mi propia fantasía de éxito. Era como estar en un bar perpetuo, con las luces tenues y la música perfecta, donde crees que eres el rey, pero en realidad, solo eres un cliente más pagando por una ilusión.
Todo empezó con un triunfo. ¿Sabes esa sensación de que tocaste el cielo con las manos? Bueno, yo no solo lo toqué, me quedé colgado de una nube, pensando que el mundo seguiría girando alrededor de mi logro. Spoiler alert: no lo hizo. Pero ahí estaba yo, aferrado a mi gloria pasada, creyendo que ya había llegado a la cima.
Y, ¿para qué moverse, no? Si todo estaba “perfecto”. O al menos eso creía. En el limbo no hay relojes ni calendarios; el tiempo pasa sin que te des cuenta, como cuando dices “cinco minutos más” en la cama y despiertas tres horas después. Para cuando abrí los ojos, ya no estaba en el limbo, sino en un pozo. Uno oscuro, profundo y lleno de mis propias excusas.
El limbo es traicionero. Es cómodo, casi adictivo. Es como ese ex tóxico al que vuelves porque “no es tan malo”. Pero la comodidad es el disfraz del estancamiento, y yo no lo vi venir. Me enamoré de mi propia imagen en el espejo, del recuerdo de lo que había hecho, y me olvidé de seguir haciendo.
Cuando finalmente caí en cuenta, ya estaba en un agujero sin fondo. No había salida clara, ni cuerda, ni escalerita de emergencia. Solo estaba yo y mi reflejo, ahora desfigurado por el paso del tiempo y la falta de acción. Salir del pozo no fue fácil; nadie te avisa que la cuerda más fuerte para trepar es el chingadazo de la realidad.
¿Y qué aprendí? Que la gloria es como una fiesta: disfrútala, pero no te quedes a recoger los vasos vacíos. El limbo te abraza, pero también te encadena. No es un lugar para vivir, es una estación de paso, y si te quedas demasiado tiempo, acabas convertido en un monumento a lo que pudo ser.
Hoy, cada vez que siento el calorcito cómodo del limbo, me sacudo. Me recuerdo que la vida no se vive en pausa y que los éxitos de ayer no pagan las cuentas de mañana. El limbo fue mi maestro, pero también mi cárcel, y si algo aprendí, es que prefiero tropezar en el camino que quedarme quieto en ese dulce embeleso que casi me consume.
huggo romerom™
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